domingo, 7 de marzo de 2010

El Vampiro


La pálida figura de traje negro y sombrero de fieltro se detuvo de repente, para sentarse sobre un banco del parque desolado, mirando a su alrededor con aquellos ojos, tan bellos como el azul del mar, pero tan traicioneros como este.
La noche cayó sobre las sombrías calles de la ciudad, envuelta en una bruma espesa y tenebrosa, que ocultaba las numerosas criaturas nocturnas. En lo alto del cielo se dibujaban un sinnúmero de nubes, formando extrañas formas, y entre ellas, la majestuosa e inmensa Luna llena, brillando con todo su esplendor en medio del firmamento.
Los pájaros nocturnos volaron en desbandada, seguidos del chillido de una lechuza, allá sobre la farola, contemplando el frágil roedor que corría bajo esta, preparándose para el ataque. Más alto, sobre ambos, un grupo de murciélagos comenzó a aletear, volando desde lo alto de la torre hasta un árbol cercano.
La pálida figura observó a la lechuza cuando esta se dejó caer en picada hacia el pavimento, a toda velocidad, para terminar atrapando al pequeño y aturdido ratón, tras lo cual movió sus enormes alas y levantó el vuelo, hacia la rama de otro árbol.
La niebla crecía más y más con cada minuto, con cada segundo, con cada instante, en aquel sombrío lugar desprovisto de vida alguna. Pero entonces la pálida figura escuchó algo, aunque escuchar no es la palabra adecuada, más bien lo sintió, lo percibió a través de sus sentidos mejorados. El corazón del hombre palpitaba con fuerza, acercándose lentamente hacia la extraña entidad, encorvada sobre la banca, ahora olfateando el aire. Y el olor a sangre humana era tan tierno, tan delicioso, que no pudo reprimir una maquiavélica sonrisa, tras pasarse la lengua por los labios. ¡Ho, sí! Aquella sangre era buena, muy buena.
El rojo líquido se movía por el cuerpo a una velocidad perfecta, ni muy rápido ni muy lento, proporcionándole al muchacho una considerable energía y fuerza. Y la entidad lo sabía, lo supo desde antes de ver al chico pasar frente a ella, mirándola con ojos recelosos, con un poco de temor debido a su cruel mirada, mezclada con la oscuridad de la noche.
El muchacho no debía sobrepasar los veinte, pero eso bien poco le importaba a aquel extraño sujeto de rostro pálido y sonrisa mezquina, que ahora mostraba parte de sus facciones a la luz de la Luna, allá en el cielo sin estrellas, sin esperanzas.
A continuación se levantó de su banco, contemplando primero que todo el entorno existente a su alrededor, estudiando los susurros de la noche, el sonido de los pájaros, el aletear de los murciélagos sobre su cabeza, los picotazos de la lechuza en el cuerpo desgarrado del ratón, ya sin vida. ¡La noche era un espectáculo magnífico, una melodía para los dioses!
Pero la melodía tiene un final. El principio del fin se acercaba. El extraño sujeto comenzó a caminar detrás el muchacho, siguiéndolo desde una distancia prudente, fundiéndose en las tinieblas cada que este volteaba, movido por esa incómoda sensación de que alguien te observa, mezclada con un miedo sin nombre que le recorría cada arteria de su cuerpo.
La Luna se ocultó unos instantes, la oscuridad lo cubrió todo. El muchacho se detuvo. La pálida figura también. El ladrido de los perros inundó el parque, extendiéndose sobre los árboles, espantando a la lechuza que ya había devorado al ratón. Un inusual olor había llegado a sus narices, un olor a maldad, a muerte, a una muerte vieja.
Pero el chico continuó su camino, ignorando todas las señales. El miedo era demasiado para voltearse otra vez, sin saber con certeza con qué clase de criatura se encontrarían sus ojos mortales. La niebla se cernió aún más sobre el lugar, haciéndose más espesa, mas tenebrosa… más peligrosa para los hombres incautos que se aventuran dentro de ella. ¡Pobre de las almas que desconocen la maldad escondida en la oscuridad del mundo! Son espíritus ignorantes que terminan abandonando esta tierra sin conocer nada interesante sobre ella.
Y ese sería el triste final del desdichado joven, caminando solo en las tinieblas de la noche, rumbo a su casa, después de varias horas bebiendo con sus amigos en un bar. Ahora lo perseguía la extraña figura de negro, una entidad más antigua que lo más viejo de esa glamorosa ciudad, construida hace cien años en las costas pantanosas de la Florida.
Había dormido durante más de cien años allí, en aquel lugar, al cual arribó cuando solo constaba con un pequeño número de casas de madera, perteneciente a los más aventurados colonizadores del sur. Y desde entonces durmió, durmió año tras año, bajo tierra, durante todo un siglo, para despertar poco tiempo atrás y comenzar a fortalecerse en sus andanzas nocturnas, tras presas jóvenes y frescas que lo ayudarían a sanar las cicatrices producidas por la Madre Tierra y el pasar del tiempo. ¡Sí, pronto volvería a ser joven otra vez!
Una sonrisa se dibujó en sus labios, una sonrisa macabra digna del más temible de los demonios. ¡Ha, cuanta maldad dormida, desperdiciada en aquel sepulcro de arena y gusanos hambrientos! Pero ya no más. Había regresado, estaba otra vez de vuelta, como una espina venenosa que no se puede sacar, adherida al mundo desde tiempos inmemoriales.
El muchacho continuó su camino, apresurando el paso, y entonces por fin lo vio, vio la pálida figura que cubría su rostro con un sombrero gacho, ocultando su mirada. Y la figura lo vio a él, y olfateó su miedo, su terror a la muerte. Pero la muerte ya había alzado su guadaña, ya había jugado a los dados con los diablos por ver quien se quedaba con el alma. La suerte estaba echada. Era el fin.
La luz de una farola logró sacar un suspiro de la garganta del muchacho, por fin luz, por fin un poco de esperanza. Sin embargo, ese día de fiestas aquellas calles aledañas se encontraban vacías, a excepción de esos animales nocturnos que se arrastran bajo nuestros pies. Pero tampoco estos asomaron sus cabezas por allí, pues las gotas de lluvia comenzaron a caer como un diluvio, sumiendo todo otra vez en la oscuridad, incluida la enorme Luna redonda, ahora escondida tras las nubes negras. La esperanza desapareció.
Pero el muchacho sacó el paraguas de su mochila, siempre lo llevaba consigo en aquella época del año, cuando el clima era tan inestable. Pero la entidad adoraba aquel sitio tropical, en donde de la noche a la mañana el tiempo variaba con mucha facilidad. Antaño fue solo un pantano bajo el dominio de los cocodrilos, de los cuales se alimentó en más de una ocasión, ahora era una metrópolis llena de vida, de luces, de sangre deliciosa.
Empinando el paraguas hacia delante para evitar el agua movida por el viento frío proveniente del sur, el chico continuó su camino, apresurándose aún más, pues los pasos a su espalda le avisaron que aquel sujeto vestido de negro estaba otra vez detrás de él. Sin embargo, la prudente distancia lo desconcertaba. ¿Acaso estaría jugando? ¿Acaso sería una simple broma para asustarlo? Pero no, aquellos ojos azules parecían tan traicioneros como el mar embravecido por la fuerza del huracán, iluminados a la luz de los relámpagos.
Su corazón comenzó a latir con más fuerza, la sangre empezó a moverse con más rapidez en el interior de su cuerpo, y la pálida figura supo que era momento para dejarse de juegos, su presa se estaba tornando demasiado deliciosa como para continuar retrasando el momento.
Apresuró el paso, movido por un antiquísimo instinto de los que son como él. El muchacho hizo lo mismo, pero sus pies temblaban, el pecho le quería explotar.
Los perros comenzaron a ladrar otra vez, aquel olor a nada inapreciable para los humanos, inquietaba sus olfatos de una terrible manera. Ellos lo vieron, la personificación de la muerte moviéndose sobre dos piernas, cubierta de prendas negras, y en vez de guadaña, dos colmillos brillaban escondidos tras sus labios. Su cabello oscuro, sobresaliendo bajo el sombrero, parecía reflejar la escasa luz existente debido a la lluvia, y su rostro firme y blanco como una estatua, lo asemejaba más a un muerto que a cualquier otra cosa.
El chico se volteó, una mano famélica lo había agarrado por el hombro.
Aquella mirada sombría y al mismo tiempo repleta de luz lo dejó petrificado, sin voluntad ni siquiera para correr. Pero fueron aquellos pequeños y filosos colmillos blancos, sobresaliendo de su boca, lo que lo hizo aceptar su invariable final
« Un vampiro »fueron los últimos pensamientos de la víctima, mientras el paraguas caía al suelo, envuelto en una lluvia de sangre.
El vampiro lo dejó caer elegantemente al pavimento, mientras se limpiaba la sangre de sus labios con un fino pañuelo de encaje. A continuación, dejó caer una rosa.
— Una ofrenda para los muertos —dijo y desapareció…


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Escribí este cuento hace algún tiempo, y me gustaría compartirlo. Tengo escritos otros cuentos y relatos de misterio y terror, los cuales uní en un libro llamado Detrás de la Penumbra, el cual publiqué hace poco en Bubok.
Esta es la dirección: http://www.bubok.com/libros/170846/Detras-de-la-Penumbra

2 comentarios:

  1. Que onda Javi,me ha encantado tu escrito, espero que continues practicando tu escritura, en fin, me voy que estoy viendo anime xD

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